Azares
Era invierno, yo acababa de comprar un boleto de cine para la función de las seis. No me gustaba ir a lugares públicos y mostrarme solo, pero ese día tenía que salir del departamento. Las habitaciones aún contenían muchos recuerdos y ya las pastillas no podían ocultarlos. Sabía que me exponía mucho, sabía que la gente me miraría como a un bicho raro. Se extrañarían de un hombre de mi edad que va solo al cine un sábado por la noche, vestido como un vagabundo, sin afeitar y todo descuidado, pero la noche contenía nubes negras que presagiaban lluvia y a mí siempre me ha encantado la lluvia.
La película no era buena, era un drama ingles con la actriz de moda y el actor por el que todas morían, pero las demás películas comenzaban muy tarde y ver cualquiera de ellas hubiera significado perderme la hora de la cena y la charla con Andrés, amigo entrañable y dueño del edificio donde vivimos desde hace ya 20 años.
Al entrar a la sala una multitud de gente se había colocado estratégicamente en las primeras filas dejándoles a los enamorados los asientos del final para que se puedan besar sin que nadie los vea.
Una mujer delgada como una aguja entró a la sala de pronto, hubiera sido imposible no notarla pues en su torpe caminar casi termina por caerse por las graderías y romperse toda. La mujer, que más que mujer parecía una niña, una niña torpe, miró hacia donde estaba sentado y pasando entre un grupo de piernas y gaseosas llego a colocarse en el único asiento que quedaba disponible en la sala. El que estaba justo al lado mío.
-Odio cuando pasa eso – dijo en la oscuridad de la sala –.
Yo por supuesto hice como si no la hubiera escuchado y sólo voltie a verla por cortesía.
La película duró poco. Al terminar, me pare de golpe y la mujer no atino sino a decirme lo mala que le había parecido la trama, a lo que le respondí con una seca afirmación moviendo la cabeza de arriba a abajo con soltura y educación.
Afuera llovía. Las parejas, que fueron las primeras en salir de la sala, peleaban por conseguir un taxi que los llevara de regreso a sus tibios hogares. Yo caminaba lento esperando que la multitud se despejara, me gustaba ver a la gente peleándose por conseguir el primer auto, corriendo de un lado al otro como niños. Luego de unos minutos, cuando estaba a punto de irme, sentí que alguien me tocaba el hombro casi con miedo.
Percibí un perfume de mujer y voltie como quien quisiera esquivar un golpe que le viene de frente.
-Disculpa, es que no he podido dejar de mirarte allí dentro y note que habías venido solo, no vayas a pensar que soy una loca pero te gustaría acompañarme a tomar un taxi.
Me quede enmudecido, la niña grande a la que minutos antes había visto dentro, en la oscuridad de la sala, se revelaba ante mi como la mujer con el cuerpo de aguja más hermoso del mundo.
-Claro -dije casi sin aliento. Sin pensarlo ni una ni dos veces, porque hay cosas que no se piensan ni se deben pensar. Repentinamente me había dado cuenta que aquella noche mi vida cambiaria para siempre con solo unas palabras y un perfume que olía a miedo. Miramos la lluvia por varias horas hasta que ella me preguntó porque había ido solo al cine.
Y así fue como conocí a tu madre Andreita. El resto de la historia ya la conoces.
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