Armando Manzanero en la Av. Javier Prado


Pasó un jueves. El invierno acababa de comenzar en Lima y la gente prefería estar en casa. Los micros estaban llenos. Las pistas congestionadas. Los transeúntes se frotaban las manos y el cielo caía como un soplido de Zeus que congelaba todo lo que estaba en la ciudad, sin perdonar nada. Sin perdonar a esa pequeña niña que vendía caramelos abrazada a las faldas de su madre pobre que lo único que le dejaría de herencia seria un poco mas de miseria; sin perdonar a la pareja de enamorados que se peleaba por cojudeses en el paradero de algún distrito populoso para luego terminar en algún hotel de 25 lucas la hora prometiéndose amor eterno; sin perdonar a aquellos que como yo nos la pasábamos tratando de entender el mundo que veíamos mientras lo retratabamos humildemente en una hoja cualquiera. Sin perdonar. Porque el frió no perdona. A los recuerdos que se metían en los huesos decididos a quedarse ahí si uno no metía un poco de sol de ves en cuando.

Había tomado el bus lleno de aquellos pensamientos tan tristes e invernales. Mi cabeza, hecha mierda, se trataba de acurrucar en la ventana mientras miraba de reojo los postes del nuevo alumbrado eléctrico que guiaban toda la Av. Javier Prado. De pronto el semáforo y su fulminante color rojo detuvo la mierda con una frenada. Eran las 6 de la tarde.

Un extraño subió al bus. No podía tener más de 30 años. Era flaco, pero fibroso, tenía el cabello rizado y el rostro ligeramente duro. Vestía pobremente y llevaba consigo una guitarra acústica con una funda floreada de mal gusto.

Miró a todos menos a mí. Supongo que fue porque estaba colocado justo detrás suyo. Acomodo su guitarra sacándola de su funda con una lentitud que en otro contexto habría resultado desesperante. Voy a tocar una canción de Armando Manzanero, dijo y nadie respondio nada.

El primer acorde le salio totalmente desafinado. Una nota Sol a medias y mal rasgada, pero nadie lo noto. Luego comenzo con el canto: "Contigo aprendí que existen nuevas y mejores emociones...contigo aprendí..." la gente no le prestaba atención, pero yo no podía dejar de mirarlo conmovido y conmocionado. Su voz era sumamente parecida a la del "gran" Armando, aunque no tuvieran el más mínimo parecido físico era la viva reencarnación de sus cuerdas vocales.

Cantaba mirando al techo, mirando las ventanas, de rato en rato cerraba los ojos mostrando una precisión extraordinaria en la ubicación de los acordes. Su vos expresaba dolor y alegría, una alegría indescriptible y contagiante.

Gire la cabeza para mirar la ventana del bus una ves más y una sonrisa delatora broto de pronto. Extrañamente la canción me había trasladado a la vieja quinta donde vivía de niño y donde mi abuela, siempre dulce, me esperaba con la cena caliente y la radio a medio volumen. Buenos momentos que no recordaba ni quería recordar, menos en aquel invierno, porque había decidido que no dejaría entrar nin una pisca de sol.

La canción continuaba y Armando volteaba de cuando en cuando a mirarme de reojo. Yo lo veía porque su reflejo se posaba junto a la ventana donde estaba sentado. "Y contigo aprendí que yo nací el día en que te conocí".

Termino ante el claromoroso silencio del publico. Realizo los agradecimientos del caso y sin pasar con la típica bolsa de caramelos lo cual me pareció un acto noble. Porque pasar con una bolsa de caramelos luego de interpretar a Armando Manzanero no hace sino convertirte en un tipo pobre y canallesco.

No tenia dinero, pero le quería dar algo. Me había conmovido mucho, tal vez por el momento, tal vez por el frió o tal vez simplemente porque Armando Manzanero cuando estas deprimido pues te conmueve sea como sea.
Cuando había terminado de recorrer todos los asientos al frente suyo me miró y me ofreció su sombrero. Lo mire y metí mis mano en los bolsillos de mi descolorido pantalón para ver si podía encontrar alguna moneda, pero no encontré nada.

No tengo dinero, le dije un tanto avergonzado. El me miro y sonrió no se si mofándose de mi o comprendiendo mi momentánea pobreza. Luego bajó del carro con la misma excesiva pasividad con la que había desenfundado su guitarra y se perdió por las calles sin dejar huella. Pasaron unos minutos, me dedique nuevamente a contar los postes de la Javier Prado intentando olvidar la pena de no haber podido recompensar aunque sea minimamente a tan admirable cantante.

Estaba a punto de llegar a mi paradero cuando por casualidad decidi buscar en mis pantalones nuevamente y encontré una moneda de veinte céntimos. Mire por la ventana, pero Armando ya no estaba, tal ves nunca volvería a estar, así que la arroje con la ilusión de que algún día el la encontrára y pudiera de esa forma pagarle por la hermosa canción que me regalo aquel lejano jueves y que entre otras cosas me quitó un poco del invierno que se me habia metido tan adentro.

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