Dos más dos
La idea de escribir el cuento lo estaba matando poco a poco. Primero dejo de comer a sus horas, luego abandono el hábito casi enfermizo de levantarse con el ruido de la radio en las mañanas, aquel que llegaba de la habitación del niño, pero sobre todo había dejado de realizar aquello que lo había mantenido con vida los últimos cuatro años. De un momento a otro sin más ni más había dejado de dormir sus trece horas diarias.
Pasaba el tiempo andando de un lado al otro de la habitación, arrastrando las patas, tratando de encontrar la idea de la cual partir para ir tejiendo la historia, era complicado, y cada vez se complicaba más. Todo movimiento parecía convertirse únicamente en un constante paseo de un aquí para un allá que no tenia destino ni propósito definido.
Cuando la habitación le empezó a quedar chica para sus constantes pensamientos decidió salir a las calles, ver el mundo, andar en un espacio mucho más amplio. Los días pasaban lento, el hambre se apoderaba cada vez más de su cuerpo, de sus venas, de sus intestinos parasitarios que por temor a una patada callaban el hambre. Arriba las cosas no andaban mejor, sus pensamientos eran cada vez más confusos. La idea de una pareja suicida, un niño que volaba, la resurrección de Jesús, ninguna idea terminaba por llenarlo, nada lo convencía, nada lo emocionaba, al menos no lo suficiente como para abandonar su andar sin sentido y volver a casa, esperar su plato de comida, sentarse frente a la computadora y poner la primera letra del cuento.
De pronto y casi sin darse cuenta había llegado al final de la avenida. Sus extremidades cansadas, huesudas y sudorosas se apoyaron en las paredes haciendo un esfuerzo casi sobrehumano por mantener al resto del cuerpo erguido.
Avanzo un paso más, giro hacia la izquierda, de pronto el ruido de un disparo lo ensordeció y lo empujo al suelo.
Entre sollozos la voz la voz de un niño le recriminaba su huida, la risa del padre, la complacencia de la madre, un débil ladrido que empujaba la espuma de su boca. Dentro de si mismo había comprendido que un perro no puede escribir un cuento.
Pasaba el tiempo andando de un lado al otro de la habitación, arrastrando las patas, tratando de encontrar la idea de la cual partir para ir tejiendo la historia, era complicado, y cada vez se complicaba más. Todo movimiento parecía convertirse únicamente en un constante paseo de un aquí para un allá que no tenia destino ni propósito definido.
Cuando la habitación le empezó a quedar chica para sus constantes pensamientos decidió salir a las calles, ver el mundo, andar en un espacio mucho más amplio. Los días pasaban lento, el hambre se apoderaba cada vez más de su cuerpo, de sus venas, de sus intestinos parasitarios que por temor a una patada callaban el hambre. Arriba las cosas no andaban mejor, sus pensamientos eran cada vez más confusos. La idea de una pareja suicida, un niño que volaba, la resurrección de Jesús, ninguna idea terminaba por llenarlo, nada lo convencía, nada lo emocionaba, al menos no lo suficiente como para abandonar su andar sin sentido y volver a casa, esperar su plato de comida, sentarse frente a la computadora y poner la primera letra del cuento.
De pronto y casi sin darse cuenta había llegado al final de la avenida. Sus extremidades cansadas, huesudas y sudorosas se apoyaron en las paredes haciendo un esfuerzo casi sobrehumano por mantener al resto del cuerpo erguido.
Avanzo un paso más, giro hacia la izquierda, de pronto el ruido de un disparo lo ensordeció y lo empujo al suelo.
Entre sollozos la voz la voz de un niño le recriminaba su huida, la risa del padre, la complacencia de la madre, un débil ladrido que empujaba la espuma de su boca. Dentro de si mismo había comprendido que un perro no puede escribir un cuento.
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